sábado, diciembre 15, 2012

Itzcoatl


De niño la primera afición de Itzcoatl era hurgar lo que hallara en casa de sus abuelos.

Buscar monedas o llaves entre los pliegues y costuras de los sillones.

Abrir los cajones de las cómodas y libreros para sacar y poder inspeccionar cada uno de los objetos que hubieran; al final de la meticulosa tarea, volver a acomodar todo tal como estaba, en el milímetro correcto, en el mismo orden y con la cara exacta como lo había descubierto.

Revisar las cajas que desechaban, llenas de objetos ya inservibles para los adultos, que ante los ojos de un infante eran tesoros: ceniceros de metal oxidados, por falta de uso; plumas, gordas tipo fuente; carpetas y agendas, que las compañías regalan en año nuevo; portaplumas de plástico para las camisas; cajitas de madera vacías, que al abrirlas conservaban aromas deliciósamente extraños; cuadritos de gis color azul, con una perforación ondulada en medio de una de sus caras.

Ver que había en el horno que no se ocupaba de la estufa; descubrir como era el interior de la caja del retrete y hasta halló que el techo del cuarto de baño era hueco, ya que tenía unos canceles que podían moverse, donde descubrió una bolsa con unas como servilletas gruesas o pañales muy pequeños (tiempo después sabría la verdadera utilidad e importancia de esas toallas intimas para las féminas).

Una vez que la casa había dejado de representar un misterio, puesto que conocía a detalle cada uno de sus rincones y escondrijos, halló un extraño instante en que, debido a que ya no tenía ningún espacio por explorar, decidió tomar uno de los libros que discretamente abundaban en casa. A partir de ese momento no pudo dejar de revisar, leer, tratar de interpretar y entender cada libro que cayera en sus manos.

En una ocasión leyendo un libro de historia de la Ciudad de México, encontró algunos datos interesantes de ese cerro que se veía desde la ventana de la recamara del abuelo, donde cada año realizaban una procesión y caracterización de la Semana Santa católica. En ese texto mencionaban acerca de las antiguas culturas que antaño vivían en ese lugar, era un cerro mágico, lleno de grutas y cuevas. Después de esa lectura su interés se traslado a esas elevaciones cerriles.

Conforme creció, cada fin de semana libre lo ocupaba en ir a explorar estas formaciones, tan cercanas pero tan desconocidas e ignoradas por la mayoría de la gente.

Pasaron los años y muchas cosas cambiaron: el dejó de ser un niño, la casa de los abuelos había sido vendida y ellos se mudaron de la capital; él también se mudo muchas veces de domicilio y no volvió a hallar ningún lugar reconfortable, ni seguro, ni suyo (a veces cuando las cosas en su vida iban mal, solía tener sueños, o pesadillas, en las que hallaba buscando cosas en el hogar de los abuelos).

A inicios del 2000 volvió a cambiarse de casa, estaba en una ladera de un tal Peñón del Marqués. Extrañamente ese cerro no lo conocía, ni por referencias. El lugar era sumamente austero y gris: grises sus construcciones, sus acabados, las azoteas, las calles; y gris era la vista panorámica del horizonte.


Un par de meses después de su llegada, ya había agotado las fuentes históricas acerca del lugar. Descubrió que él era pionero en cuanto a la investigación específica del lugar y esbozó su historia: desde su formación geológica a finales del Pleistoceno, en que surgió en medio de la cuenca como un lento brote volcánico; hasta la actual época, convertido en un bastión del olvido, tanto de las historias oficialistas, como de la memoria de sus habitantes que se habían encargado de cariar sus faldas con sus feas casas.

De las exploraciones que cotidianamente realizaba, pronto obtuvo descubrimientos constantes. Durante los meses secos se dedicaba a recorrer meticulosamente la cima, donde solía hallar una gran cantidad de cerámica prehispánica: restos (siempre rotos) de platones, incensarios, sahumadores, jarrones y figurillas; varios aun conservaban sus pigmentos originales, azulados o encalados, figuras geométricas pintadas delicadamente en las bases de los platos.

Uno de los hallazgos que más lo emocionaron, fue una pequeña navajilla de cristal negro, obsidiana, con la forma de serpiente. Era como un regalo a su perseverancia, un objeto aguardando cientos de años para él y que coincidía, casi mágicamente, con su nombre: Itzcoatl  "serpiente de obsidiana". Cuando supo que este objeto posiblemente era usado con fines rituales de autosacrificio, él hizo lo debido: cada ocasión que subía a ese sagrado lugar ofrendaba un poco de su vital líquido a esos dioses inertes, agonizantes en las piedras rotas y en las rocas careadas esparcidas en la cima, restos de algún antiguo templo ahora perdido.

En las épocas de lluvia, su observación se concentraba en los brillantes colores de la vegetación que emergía: el intenso amarillo de las flores de las siemprevivas; las diferentes tonalidades de verde de sus pastos, que danzaban estremecidos por el viento, de los fuertes nopales, magueyes, sábilas y de los aromáticos pirules que esparcían sus semillas rojas bañadas en dulce resina; así como el rojo sanguíneo de los escasos lirios aztecas que brotaban a principios de junio y los tenues morados de la planta llamada hueypatli, "la gran medicina", que según el franciscano Sahagún era el mejor remedio para los humores de los pies.

Por la noches acostumbraba degustar uno o varios tabacos en un mirador fuera de su casa y rememoraba el misticismo antiguo: forzaba la vista hasta que se fundían las lucecitas del horizonte, e imaginaba que ese espectro luminoso y borroso emulaba el lago que rodeó esa isleta y los difuminados focos eran como el reflejo de la bóveda celeste -de ahí su primer nombre mexica, Tepepolco, el "gran cerro rodeado de agua", ahora rodeado de cemento-. El instante supremo de sus esforzadas visiones se lograba cuando coincidía con  una de las grandes lechuzas que aun resistían y planeando sobre su cenit lanzaba su enigmático ulular.

Sin darse cuenta (o más bien, sin importarle hacerlo), ese lugar lo había absorbido, lo conocía a cada palmo -como a la casa de los abuelos-, cada una de sus piedras, sus frescas grutas grafiteadas. Había escalados sus salientes, sus rocas verticales; sabía escurrirse entre sus grietas, conocía las tonalidades de los ocasos desesperados que le brindaba su vista al horizonte; sus vientos le avisaban cuando la lluvia estaba cerca y en una ocasión logró escuchar al atardecer una melódica flautilla acompañada del latir de un huehuetl, quizá transportados por el tiempo o proyectados por su mismo corazón en comunión con el lugar. Las pequeñas cámaras que se formaron entre las rocas lo habían acogido cada que quería hallarse a sí mismo, había logrado comunicarse con el corazón del cerro, su Tepeyolotl. 



Así como él mismo, el lugar tenía su lado obscuro, tal vez por eso fue desterrado al olvido. Su cima se había teñido de sangre de luchas y de sacrificios. Para las fiestas mexicas de la fertilidad solían ofrecer las vidas de niños nacidos bajo el cielo de Tlaloc, "el señor de la lluvia". También algunas fuentes afirmaban que según una profecía indígena proclamaba que el día que el gran cerro hiciera erupción sería el fin de Todo. Años más tarde, a la víspera del asedio de Cortés a la gran Tenochtitlan, tuvo ahí lugar la primera derrota de los mexicas ante los españoles: cuando estos pasaros en sus navíos al lado de la gran isla, fueron atacados por la resistencia indígena, por lo cual el capitán y sus hombres se detuvieron para tomar el control de la improvisad fortaleza -de ahí proviene su segundo nombre, Peñol del Marqués, en honor a la victoria del conquistador. Siglos más adelante, durante nuestras etapas insurgentes, el presidente Antonio López de Santa Anna fue ridiculizado en ese mismo lugar. El resplandeciente dictador esperaba confiado que las hordas gringas invasoras, que se hallaban en Puebla prestos a tomar la Ciudad de México y finiquitar su conquista, llegaran por ahí ,el principal acceso a la capital. Así que transformó el cerro en fortaleza, alineó tropas federales y a sus huestes de pintos y voluntarios patriotas, preparó las batería en las faldas del cerro y dispuso sus caballerías. Había trazado una estrategia defensiva perfecta, estaba todo listo, los mosquetes afilados, las retaguardias cubiertas... sólo le falto un detalle: el general enemigo, W. Scott, conocedor del territorio gracias a un particular interés en los escritos de Humboldt, tomó la osada desición de rodear por los caminos del sur. Le apostó a la distancia mayor y a la entrada no flanqueada por Santa Anna, dejándolo como novia de rancho. Una vez que el tiempo pasó y le informaron de la inesperada ofensiva fue demasiado tarde, gracias a ese error se perdió la soberanía y la bandera de la nación imperialista se izó en Palacio Nacional por unos meses.

Pasaron los siglos y los nefastos sucesos ocurridos en el gran cerro, fueron omitidos de los libros de texto y de la memoria de sus habitantes. Ya sólo algunos granujas y vagos subían a visitar ese lugar, a fumar mariguana, alcoholizarse o inhalar solventes. También los años pasaron para Itzcoatl y le cobraron similar factura, se quedó solo y olvidado. Un día se enteró que la única ladera silvestre sería demolida, porque hacían falta más casas, o más dinero para los pocos beneficiados, o más mierda citadina para demostrar el progreso de la capital. Trató de organizar una ofensiva legal bajo el sustento histórico o ecológico, pero se dio cuenta que la legalidad está subyugada al dinero. Lo único que le quedaba por realizar era una última ofrenda, le regalaría al Tepeyolotl lo único valioso que tenía...

Una vez que había alistado lo necesario, tomó su sagrada navajilla Itzcoatl y todo aquello que había rescatado. Con su abultada carga se dispuso a hacer su último ascenso. Llegó a la cima y se descolgó entre las rocas salientes para poder escurrirse en una grieta, que se hallaba justo en el centro del macizo, y que tras un par de metros se abría en una cámara mediana con una bóveda abierta al cielo. Cerró con algunas pequeñas rocas la entrada y colocó todos los fragmentos materiales de historia a los pies de las paredes: los pedazos cerámicos, los cristales de obsidiana y arrancó varias hojas de sus libros de manera que rodearan toda la cámara, sólo dejó libre la parte central. Sacó de su mochila un viejo reloj despertador digital al que le había quitado la bocina, cuyos cables salían y con un amarre de ratón unió ambos con una mecha de unos metros de largo. Le instaló sus respectivas baterías al reloj, dispuso la hora y fecha actual 17:28 del 20/12/12 y ajustó la alarma para que se activara a las 0:00 hrs. Hurgó una vez más en su petaca y sacó un par de botellas: un galón de petróleo y un litro de mezcal. Abrió la botella de un galón e insertó el otro extremo de la mecha. Colocó el reloj al fondo del lugar, la mecha rodeaba las paredes y acababa en la botella que dejó en la parte alta de la entrada tapiada, de tal forma que una vez que sucediera lo planeado la botella de plástico se fundiera y dejara escurrir su ardiente contenido por toda la cámara.



Estaba casi listo.Ya empezaba a oscurecer, el reloj marcaba 17:55, las últimas luces del ocaso habían dejado estrías de un rojo intenso y melancólico en el horizonte que alcanzaba a verse encima de la entrada y a través de la botella trasparente. Abrió el mezcal y le dio un breve trago, quería disfrutarlo. 18:36 la cámara lucía sepulcral, la oscuridad era casi total a excepción de la diminuta luz del despertador. Se veían ya las luces encendidas de la ciudad, jugó por última vez con su ojos y volvió el lago estrellado, su suerte le concedió la última gracia: alzó la mirada hacia la bóveda, un par de estrellas brillaban en su marco pétreo, de repente las claras alas de la lechuza atravesaron su observatorio final y lanzó el ave un par de profundos chillidos. Entendió la señal, bebió un gran sorbo de lo que quedaba de su cáliz y del bolsillo izquierdo de su camisa extrajo su navaja homónima. Se colocó como en posición de flor de loto y dejó que su tocaya se escurriera a lo largo de sus antebrazos. La comunión había comenzado, su divino néctar fluía abundante y se mezclaba con la arenilla del cerro. Estaba en las fauces de la tierra, en el origen y fin de la vida, su corazón latía en conjunto. Ya no estaba solo...

0:00   Las entrañas del minúsculo cerro comenzaron a arder. Mientras el combustible duró, la ciudad se estremeció de temor...









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