Esa noche salí a buscarte, me decidí, tomé la cartera y las llaves.
No podía más, no tenía nada concreto, sólo un montón de sueños por realizar, un caos mental y ese par de ojazos negros que podría perder de mi lado si no lo decía, si no lo gritaba al viento y a esa gran luna que me miraba.
Subí al auto sintiendo fiebre, una desazón nunca antes experimentada. Euforia era exhalada por cada poro de mi piel, lagrimas cristalizadas en hiel cegaban mi vista. Arranqué con impaciencia, el camino era largo, pero aun había tiempo. Conforme avanzaba, más cosas, más nefastas ideas cruzaban por mi mente y aquel camino. Mi cuerpo únicamente reaccionaba acelerando mi bólido de metal.
Después de no menos de una hora de fugaz carrera, toda esta gran fusión de sensaciones mentales y corporales, mezcladas con el aumento imparable de velocidad y el aire que entraba por la ventanilla
ahogando mi respiración y mi enferma intranquilidad, frenaron...
Sólo fue un instante, un momento eterno, un descuido, un muro de contención roto. Salí del camino…
Miedo, mente en blanco, no tenía sensación alguna. Tan sólo observé, sólo eso podía ya hacer.
Y volaron pensamientos, dudas, sentimientos, temores, recuerdos; y mi carro con todo eso dentro.
El impacto con el suelo paró todo, por un momento fui libre. Esa milésima eterna de segundo en que se desprendió mi ser.
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